domingo, 4 de febrero de 2018

TIERRA Y AGUA


¡Fuego, fuego! gritaron a altas horas de la madrugada. Las voces despertaron a los vecinos, puertas y ventanas chirriaban su pesada madera.

La casa de adobe y madera ardía como una tea.

Cuando consiguieron apagarlo, a duras penas subieron por las destartaladas escaleras del primer piso, la alcoba llena de humo no dejaba divisar el cuerpo de la anciana.

¡Martina! la llamaban una y otra vez, sin obtener respuesta. Sin luz y a tientas tocaron un bulto inerte. El humo, las toses, los gritos y el llanto componían una ópera macabra.

Allí solo había desesperación y muchas preguntas sin respuesta, la única noche que dormía sola y sin nadie a quién  responsabilizar del suceso, las autoridades determinaron un posible cortocircuito.

Sin embargo una sombra de duda y de venganza recorría las mentes de sus familiares, las bocas con las mandíbulas apretadas, en los labios un rictus de sospecha y en los ojos una mirada de furia contenida.

 Un lenguaje  cómplice sin palabras, se traducían en señales de entendimiento entre ellos.

El entierro de Martina  y el derribo de la casa centenaria de adobe, madera y teja, fue para ellos como una cirugía a corazón abierto sin anestesia.

Sufrimiento y pesar, que durante años les perseguirán. Ya no hablan de ello porque duele, todavía les duele en el alma, cuando no obtienen respuestas a los innumerables interrogantes del terrible suceso.

 Y saben de rencores acumulados, clavados en la tierra, esa tierra que conoce sus luchas y sudores constantes para sacarle el fruto de sus cosechas.

Se funden con ella, forman un todo con raíces profundas regadas con el sudor y lágrimas de sus cuerpos. Y  la lluvia de la primavera y el otoño, el frío helador del crudo invierno que esculpe cencelladas cual prodigio milagroso, y la nívea alfombra cubre el paisaje que invita a refugiarse al amor de la lumbre.

Ahora en su lugar se yergue altiva una casa moderna, de ladrillo rojo y ventanas a prueba del frío viento del Moncayo. Con calefacción central y  el confort de la ciudad que en otro tiempo pudieron soñar.

Pero le falta el sentimiento del paso de generaciones ancestrales, un alma, una identidad familiar que nunca sus paredes conseguirán atrapar.


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