domingo, 10 de diciembre de 2017

PIES DESCALZOS

Aterida por el frío viento de estos días he caminado hacia el recuerdo de mis años adolescentes, cuando aún se distinguían  las estaciones.

Aquel viento, si que nos congelaba hasta el aliento, con los dedos llenos de sabañones, que la mayoría de las veces se reventaban mostrando las profundas heridas al mundo.

El dolor se reflejaba en el rostro sin embargo de los labios no salía un débil quejido.

Las cencelladas esculpían un maravilloso paisaje de cuento, entonces no sabía su nombre, solo que al despertar y verlas decíamos :qué frío ha hecho esta noche.

¡Si hasta algunas partes del río se helaban! Ahora apenas lleva agua y el cierzo azota con furia los campos.

Con el sol enfurecido en la primera decena de junio pisábamos el ardiente empedrado de las calles de la capital del Moncayo. A nuestros catorce o quince años presumíamos con los primeros tacones.

Una vez acabados los últimos exámenes nos fuimos ni cortas ni perezosas,  desde el Instituto Castilla  hasta la ermita de San Saturio. Salir salimos de la ciudad pero, ¡ay! el pero, sí viene el pero y éste era que no veíamos el final del camino, porque lejos está un rato largo.

Las quejas de dolor de pies iba por turnos, el agua se nos acababa y con un hambre de lobo, nos sentamos en la hierba y dimos buena cuenta de los bocadillos.

Con los zapatos en las manos y los pies llenos de ampollas recorrimos el camino asfaltado a paso rápido mientras aguantamos el calor y otro rato por el frescor de la hierba. Así hasta que llegamos a una fuente que manaba de una  roca.

Desesperadas metimos los pies en el agua fresca, aliviadas nos secamos con los jerseys de perlé, nos pusimos papel pegado con celo en los dedos y metimos los zapatos en la fuente durante un buen rato.

Al cabo de una media hora más o menos nos los calzamos mientras, el agua salía a borbotones.

Nos estabilizamos y comenzamos a recorrer la distancia hasta la ermita. Llegamos al fin, el frescor que sentimos nos animó a sentarnos en un banco  mientras admiramos la preciosa oquedad hecha por el hombre.

Era media tarde cuando profundizamos entre los árboles de la ribera del Duero. Vimos corazones grabados a fuerza de navaja, con nombres y fechas que todavía perduran en sus troncos.

Esos álamos que adornan la orilla y que la luz pone dorados, a esa hora mágica del atardecer, donde seguro D. Antonio  halló su inspiración para crear un poema para que ellos fueran eternos.

Han pasado muchos lustros y muchas cosas he olvidado, pero aquellos zapatos de tacón color Burdeos  a ellos no los he olvidado.

 ©  Todos los derechos reservados.

 

5 comentarios:

  1. Buena narración, algunas cosas y detalles me recuerdan a mis años de adolescente,entre los Padres Salesianos y la sierra de Maigmó, álamos incluifos. Buen domingo tengas, Toñi.

    Pd: ¿Eres mañica?

    ResponderEliminar
  2. Bonito lugar. Cierto, el viento de Zaragoza es el Moncayo, y tú citas el cierzo...

    ResponderEliminar
  3. Hola primos, que son de allí, decían siempre que sopla el Moncayo . No sé... yo conozco Zaragoza, he ido varias veces y me suena lo del Moncayo. Pero puedo estar equivocado .

    Saludos Toñi.

    ResponderEliminar